Heinrich Schliemann, hijo del párroco local de un pequeño pueblo alemán fronterizo con Polonia, acostumbraba a leer con gusto y aficción multitud de mitos griegos. Entre todos ellos, adoraba leer la “Iliada”, en la que se relata la leyenda de la guerra de Troya (la del caballo, para aclararnos). Por aquel entonces, Troya no existía, y se creía que solo era un mito, la imaginación de Homero. Pero el tal Schliemann, loquillo de nacimiento, se emperró en que quería descubrir Troya. Y se fue, después de amasar una gran fortuna en Ámsterdam, a vivir a Ítaca, abandonando a su familia. Se casó allí con una itiqueña (o como se diga) mediante el rito griego, tras lo cual se dispuso a buscar la ciudad perdida. El buen hombre tuvo así la coña de encontrar la ciudad de Troya en las costas de Turquía, aunque no era arqueólogo ni nada. Pero su suerte no acabó aquí. Descubrió también de vuelta a Grecia la ciudad de Micenas. A este señor le pasaban por la frente los billetes de la lotería.

Después de todo, con sus riquezas se construyó un castillo al más puro estilo helénico clásico, y se quedó a vivir con su segunda mujer comiendo yogur griego. Jroña que Jroña.


Publicado por Guido

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